Tuesday, February 28, 2012

Liebre o Conejo, Camello o Asno


 Por Adalberto Guerra

Cuando el galeno llegó con su indumentaria médica, varios sacos con huesos y un esqueleto de camello en un cajón, la gente empezó a mirarlo como una maldición porque antes de su llegada no había enfermado o muerto nadie en Santa Ana de Viajacas, en cambio, el galeno había visto a tanta gente morir que hablaba de la muerte como la misma naturaleza con que hablaba de sus viajes de caza, y para ilustrarlo extrajo de un saco un esqueleto y lo colocó sobre una especie de percha suspendida en el aire y tomando al muerto por los dedos de la mano, lo zarandeaba como para que encajaran los huesos que andaban en desorden, y decía –en caso de picadura, se debe- y daba una larga disertación sobre las picadas de víboras en el área genital, al tiempo que hacía con una maruga de niño el sonido de una serpiente cascabel y daba recomendaciones de no orinar sobre los huecos de las piedras y proseguía, -la amputación debe de hacerse-, y los presentes se llevaban ambas manos a las entrepiernas y aguantaban la respiración, y así saltando iba de una enfermedad a otra hasta llegar a la muerte, por lo que empezaron a pensar por primera vez profundamente en la muerte y en la víboras, en una isla sin víboras.
Aunque el médico parecía estar de paso, desclavó ante los ojos impávidos de los residentes de Santa Ana de Viajacas el enorme cajón donde guardaba la osamenta del camello y empezó a armarlo como a un rompecabezas sobre un pedestal de madera y daba la explicación completa sobre el hallazgo del rumiante sin detenerse en su labor mecánica de ir peinando la curtida piel y hablando y golpeado con el pie a manera de realinear los casco para darle una expresión de movimiento detenido en el aire y hablando sobre los viajes de caza y la travesía por el desierto y el negro que metió la mano en el vientre del puma y extrajo la espina de un pez, y así, muchas historias, con soltura tal, que la gente decía, -cuéntanos otra vez,  esa, la del hombre que vivía con hienas-, y hacía una pausa como buscando la anécdota en un libro inmenso y ahí comenzaba su larga disertación sobre lo que había visto -con estos ojos-como refería para darle halo de veracidad a lo dicho.
El único médico que había en Santa Ana de Viajacas que llegó antes de los vendedores de cepillos de lavar y antes que los últimos predicadores, que parecía más un vendedor de cepillos o un predicador, que un médico, porque se la pasaba hablando de la osamenta de camello y aseguraba haberla arrastrado tres días por el desierto en uno de sus viajes de caza, no sé de donde porque no hay desiertos en la isla, ni camellos, el caso es que muchos aseveraban que era una osamenta de asno por el diminuto cuello, ausencia total de joroba y la largura extraordinaria del falo; pero el médico del pueblo era el médico del pueblo, un hombre de muchas palabras que se empeñaba en hacer una vasta explicación hasta sobre las mutaciones de los parásitos intestinales, y para ilústralo echaba un escupitajo de tabaco sobre una piedra y dibujaba la cavidad anal y daba la explicación completa sobre las  migraciones de los oxiuros en las horas de la noche.  Hablaba con un tono de sabio insuperable por lo que la gente aprendió a asentir con la cabeza cuando hablaba del dromedario o de cualquier cosa con tal de no dar la impresión de desconcierto porque entonces venía la larga narración, reforzada siempre por las simulaciones sonoras que emitía en imitación del aullido de un perro o el ruido que hace un mulo al caer por un barranco, y para concluir; una pausa larga y la mirada inquisitiva como en espera de un movimiento de cabeza que le aseguraba que estabas entendiendo, de lo contrario volvía al inicio del asusto.
Como la gente asentía con la cabeza sin reparar mucho en sus palabras, la historia de una liebre, podía deslizarse entre las muchas historias como una liebre más, una historia más.
El médico había importado liebres que criaba para experimentos en su búsqueda de una inoculación contra la somnolencia, porque aunque tenía la apariencia de estar alerta, se dormía durante las conversaciones y cabeceaba y hacía intervalos largos que eran percibidos por pausas, que no era más que una pérdida senil del hilo conversacional por lo que volvía al inicio de la conversación sin pretenderlo, abriendo y cerrando los ojos de pronto y golpeando al interlocutor en el hombro como despertándose así mismo del letargo.
Con el tiempo, abandonó la inútil tarea de buscar un remedio contra la somnolencia porque los animalillos de alguna extraña forma se cruzaron con conejos de la isla y habitaban en todas partes, y en vez de traer la cura esperada, produjeron todo tipo de desorden y copulaban y dormían en su propia cama con sueños tan profundos que le era imposible removerlas porque cuando empujaba una hacia el piso, rodaba otra del armario y tomaba el lugar de la anterior y así sucesivamente, por lo que tenía que dormir en posición eréctil, al no haber en la casa un solo sitio donde no hubiera un bulto peludo dormitando.
Para su agravio, de día se soleaban todas sobre la osamenta del camello que parecía de lejos un muñeco de nieve en cuatro patas, y se orinaban sobre los cántaros de agua y sobre las tendederas de ropa y defecaban sobre la leche hirviendo, con descaro tal, que todo se tornó amarillo y con un irresistible olor a liebre, más bien a conejo macho, mal olor por el que podía anticiparse su llegada.
Lo que pudo haber sido la cura, llegó a ser una epidemia que escoltaría al galeno por muchos años, al grado que llegó a tener conversaciones con ellas cuando dormitaba en público y estiraba ambas manos como tratando de separar los conejos de las liebres, tratando de estrangularlas y escupía con asco como si sorbiera la leche acida. Adquirió la manía de olerse constantemente la ropa y mirarse la suela de los zapatos buscando residuos de excreción, tan grande era su sensación de asedio que llegó finalmente a amar la somnolencia porque era el único intervalo mental de soledad, y aunque usualmente lo despertaba el sobresalto de ser perseguido por gigantescos lepus, un segundo podía ser una tregua, una migración placida donde volvía a los años de su juventud, siempre a la misma taberna con dos enanas bailando sobre rosas.

Sunday, February 19, 2012

Manuel C. Díaz reseña 'Los relatos de Maurice Sparks' para el Nuevo Herald

Especial/El Nuevo Herald

Algunos escritores conciben sus historias a partir de una imagen. Otros, como Ernesto G, lo hacen a partir de un personaje. O de muchos personajes, como los que aparecen en su libro, Los relatos de Maurice Sparks (Editorial Silueta, 2011), una estupenda colección de cuentos cortos (uno de ellos, El rechazo, es realmente corto, como el de Monterroso, pero sin dinosaurio: “La invité a tomarnos un café. Me dijo que no. Yo sigo soñando”), cuyas tramas (si es que puede llamársele así a sus fugaces instantáneas de cotidianeidad) se desplazan entre la alineación y el absurdo del cada día de nuestras vidas. En sus historias, contadas a veces en un par de páginas, hay más inmediatez que trascendencia y más picardía urbana que conflictos existenciales. Son tan ingeniosas y verdaderas, tan de pop culture, que algunas podrían ser -por la actualidad de sus anécdotas y por sus certeros diálogos- la base argumental de uno de esos modernos cómics con contenido social. Otras, por su originalidad, la premisa de un guión cinematográfico.

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Sunday, February 12, 2012

Utopía genética


Acudo.
He escuchado el eco.
Algunas piedras caen.
Círculos concéntricos.
Huelo tu sexo.
Mi lengua en ti, dentro.
No vale la pena
Sembrar girasoles.
Hay que ser un poco
Siniestros.
Puro cinismo.
Te atrapo.
Calzo mi miedo,
Huelo el tuyo.
Tiemblas.
¿Será bueno que tiembles?
¿Será placer o miedo?
Uno nunca sabe.
Acudo.
He escuchado el eco.
Planto una semilla
En tu sexo.
Utopia genética:
Rosa sin espinas.

© Ernesto González, 2012

"Roll the Dice", a poem by Charles Bukowski

Wednesday, February 8, 2012

Manuel Gayol Mecías en La otra esquina

La tertulia La Otra Esquina de las Palabras invita el viernes 17 de febrero, a las 7:00 p.m., a la presentación de la novela Ojos de Godo rojo (Neo Club Ediciones), del escritor y editor Manuel Gayol Mecías. El libro será presentado por los también escritores Ángel Lago y Ángel Velázquez Callejas.

Será, como ya es habitual, en Café Demetrio (300 Alhambra Circle, Coral Gables). Los interesados pueden llamar al 305-448-4949 para más información.

En Ojos de Godo rojo el joven Joel Merlín desciende a los infiernos de la burocracia socialista, donde reina “Godofredo el Diablo, flor maligna de las encrucijadas”. La Habana, perforada por incontables túneles, amenaza convertirse en la tierra prometida de los turistas extranjeros y los “históricos” del Sempiterno. Se trata de una novela desbordante de imaginación, la crónica deliciosa de una lucha entre dos utopías: la enrojecida hipocresía del totalitarismo godiano y la búsqueda de la perfección ética de un estudiante.

Con la colección de relatos “La noche del Gran Godo” (Neo Club Ediciones, Miami, 2011), Gayol obtuvo en 1992 el Premio de Cuento Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC; y en 2004, con “El otro sueño de Sísifo”, el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz, del Círculo de Cultura Panamericano de Nueva York. Actualmente el escritor edita la revista Palabra Abierta.

Thursday, February 2, 2012

AVISO A LOS NIÑOS DE LA GUAGUA DEL FUTURO

Por Sindo Pacheco

Cuando salí hacia la escuela aquel día de San Patricio, imaginé los ojos de doña Ofelia, mirándome tras sus gruesos espejuelos: ¿conque no hizo la tarea, Samuel…?, y tomándome de una oreja,  me sentaba junto a su escritorio, en el pupitre especial en donde se posaban todas las miradas. Inmediatamente comprendí que nada podría librarme del castigo, y proseguí mi camino sufriendo de antemano el bochorno ante mis compañeros. Frente a la tienda de Claudino, vi una lata de leche condensada Matilda.  Le di una patada y, tras un vuelo silencioso, Matilda cayó ruidosamente sobre el borde de la acera. Nunca la hubiera desprendido de su sitio de no ser por el placer que sentía cambiando las cosas de lugar, alterando las viejas locaciones. De modo que volví a patearla, lanzándola contra la puerta de la panadería. La lata crujió comos si todo el vacío de su alma escapara por aquellos ojos carentes de expresión que miraban a lados diferentes, y tuve que aceptar el reto de conducirla hasta la escuela. Esos desafíos solían entonces aparecerse de improviso, sin que uno pudiera encontrarle una razón. Fui desplazando a Matilda metro a metro, cuadra a cuadra, esquina tras esquina. Frente al colegio había una guagua, de listas azules y blancas como la bandera. La puerta se abrió cuando iba cruzando y varios hombres me empujaron adentro. Dos niños, pecosos como si fueran hermanos, bostezaban en el primer asiento, y ni siquiera alzaron la vista para verme. Me senté tras ellos, y el motor de aquella patria rodante me saludó con un rugido como un grito de guerra.
Todo el día anduvimos por carreteras brumosas y rutas intrincadas, ora se veían cañaverales, ora campos de arroz, ora potreros de ganado, con lejanas vacas diminutas y, otras veces, sólo asomaba el marabú como el cabello rebelde de la tierra. Al mediodía nos dieron una bandeja con arroz y trozos de pescado, y no recuerdo si un pomo de leche fría sin azúcar. Por la tarde comimos sopa de cebollas con rodajas de pan; y luego aparcamos a la vera de un camino a esperar que amaneciera. Cuando desperté, vi una legión de agitados muchachos, tres de los cuales fueron traídos al vehículo. Uno era un negrito, que miraba con expresión de indiferencia o tal vez resignación.
Cada mañana nos deteníamos frente a la puerta de un colegio, donde fuimos sumando pasajeros, siempre del sexo masculino. Calculé que tal vez era un experimento para medir la resistencia de uno a la velocidad o al encierro; pero nada supimos con certeza  pues los guías —tres militares corpulentos y ceñudos, armados con poderosos rifles de asalto— y el chofer, hombre gordo de ademanes nerviosos, únicamente repetían la misma frase hasta el cansancio:
—¿Qué es esto que va aquí? —preguntaban los militares.
—La Guagua del Futuro —respondía el chofer.
Y los gendarmes, para celebrar, ametrallaban el aire agujereando el techo del vehículo.
El fin de semana viajamos sin descanso, salvo para abastecernos de vituallas y para llenar de combustible los dilatados depósitos.
Nadie intentó escapar, no sé si por desdén o por miedo a quedarnos sin futuro. Teníamos agua, comida, y un baño para evacuar nuestros apremios. El paisaje era distinto a cada instante, y esa inquietud por apresar lo novedoso parece que nos fue apaciguando.
Cuando el carro del futuro se hubo llenado por completo, viajamos tres días y tres noches sin parar como un juguete de cuerda que acariciaba el suelo de la patria. Recuerdo a dos chinitos, a uno rubio de ojos azulados, al negrito, a los hermanos pecosos, y a uno pelirrojo que tenía un óvalo de pelo en la frente, que en vez de lunar parecía una agazapada cucaracha.
Una mañana el negrito estuvo llorando largamente pues extrañaba a su mamá y a un perro suyo llamado Vinagreta.
Al día siguiente nos detuvimos junto a un centro escolar que abría sus puertas a los niños y mandaron a bajar a los hermanos pecosos del primer asiento. El espaldar se plegó hacia delante, y pude ver a través del parabrisas aquella forma natural con que el carro del futuro devoraba los caminos.
Llegamos a mi escuela a la hora en que todos salían gritando con sus libros a la espalda. Nadie se fijó en mí, ni le importó preguntarme. Matilda seguía allí junto a la cerca, con sus ojos mirando hacia la nada. La tomé en mis brazos, como un hijo que uno recupera, y prometí que nunca más iba a dormir en la calle.
Ni mi madre ni mi padre se mostraron sorprendidos, como si hubiera partido de la casa esa mañana. Yo pensé que el recorrido había sido por llegar tarde al colegio o por no haber hecho la tarea,  y me senté a la mesa a corregir la deficiencia; pero el viejo, que siempre tuvo un carácter reflexivo, cerró mi libreta, y me dijo, mirándome a los ojos: hijo, esa guagua no existió, prométeme que nunca dirás nada de la Guagua.
Hasta hoy he cumplido mi promesa. El resto de mi vida no ha sido más que obedecer, primero a mis padres, a doña Ofelia, luego al director, a los gerentes, a la autoridad, los funcionarios, las leyes y disposiciones, los consejeros, los sacerdotes, los médicos, en un mundo regido por la obediencia y la lealtad.
Pero ahora que ha llegado al fin la transparencia y no existe la obligación de obedecer; ahora que uno puede ser lo que uno es y preguntar cualquier pregunta; ahora, que es casi obligatorio el derecho a preguntar, y que a mi edad ya no importa para nada quedarse sin futuro, quisiera, si algún niño de aquellos de la Guagua lee este aviso, un poco largo por cierto, se tome el favor de escribirle a Samuel R. al apartado postal 2050. Nunca pude comprender por qué el chofer y aquellos militares parecían tan sinceros.