Por Sindo Pacheco
Cuando salí hacia la escuela aquel día de San Patricio, imaginé los ojos de doña Ofelia, mirándome tras sus gruesos espejuelos: ¿conque no hizo la tarea, Samuel…?, y tomándome de una oreja, me sentaba junto a su escritorio, en el pupitre especial en donde se posaban todas las miradas. Inmediatamente comprendí que nada podría librarme del castigo, y proseguí mi camino sufriendo de antemano el bochorno ante mis compañeros. Frente a la tienda de Claudino, vi una lata de leche condensada Matilda. Le di una patada y, tras un vuelo silencioso, Matilda cayó ruidosamente sobre el borde de la acera. Nunca la hubiera desprendido de su sitio de no ser por el placer que sentía cambiando las cosas de lugar, alterando las viejas locaciones. De modo que volví a patearla, lanzándola contra la puerta de la panadería. La lata crujió comos si todo el vacío de su alma escapara por aquellos ojos carentes de expresión que miraban a lados diferentes, y tuve que aceptar el reto de conducirla hasta la escuela. Esos desafíos solían entonces aparecerse de improviso, sin que uno pudiera encontrarle una razón. Fui desplazando a Matilda metro a metro, cuadra a cuadra, esquina tras esquina. Frente al colegio había una guagua, de listas azules y blancas como la bandera. La puerta se abrió cuando iba cruzando y varios hombres me empujaron adentro. Dos niños, pecosos como si fueran hermanos, bostezaban en el primer asiento, y ni siquiera alzaron la vista para verme. Me senté tras ellos, y el motor de aquella patria rodante me saludó con un rugido como un grito de guerra.
Todo el día anduvimos por carreteras brumosas y rutas intrincadas, ora se veían cañaverales, ora campos de arroz, ora potreros de ganado, con lejanas vacas diminutas y, otras veces, sólo asomaba el marabú como el cabello rebelde de la tierra. Al mediodía nos dieron una bandeja con arroz y trozos de pescado, y no recuerdo si un pomo de leche fría sin azúcar. Por la tarde comimos sopa de cebollas con rodajas de pan; y luego aparcamos a la vera de un camino a esperar que amaneciera. Cuando desperté, vi una legión de agitados muchachos, tres de los cuales fueron traídos al vehículo. Uno era un negrito, que miraba con expresión de indiferencia o tal vez resignación.
Cada mañana nos deteníamos frente a la puerta de un colegio, donde fuimos sumando pasajeros, siempre del sexo masculino. Calculé que tal vez era un experimento para medir la resistencia de uno a la velocidad o al encierro; pero nada supimos con certeza pues los guías —tres militares corpulentos y ceñudos, armados con poderosos rifles de asalto— y el chofer, hombre gordo de ademanes nerviosos, únicamente repetían la misma frase hasta el cansancio:
—¿Qué es esto que va aquí? —preguntaban los militares.
—La Guagua del Futuro —respondía el chofer.
Y los gendarmes, para celebrar, ametrallaban el aire agujereando el techo del vehículo.
El fin de semana viajamos sin descanso, salvo para abastecernos de vituallas y para llenar de combustible los dilatados depósitos.
Nadie intentó escapar, no sé si por desdén o por miedo a quedarnos sin futuro. Teníamos agua, comida, y un baño para evacuar nuestros apremios. El paisaje era distinto a cada instante, y esa inquietud por apresar lo novedoso parece que nos fue apaciguando.
Cuando el carro del futuro se hubo llenado por completo, viajamos tres días y tres noches sin parar como un juguete de cuerda que acariciaba el suelo de la patria. Recuerdo a dos chinitos, a uno rubio de ojos azulados, al negrito, a los hermanos pecosos, y a uno pelirrojo que tenía un óvalo de pelo en la frente, que en vez de lunar parecía una agazapada cucaracha.
Una mañana el negrito estuvo llorando largamente pues extrañaba a su mamá y a un perro suyo llamado Vinagreta.
Al día siguiente nos detuvimos junto a un centro escolar que abría sus puertas a los niños y mandaron a bajar a los hermanos pecosos del primer asiento. El espaldar se plegó hacia delante, y pude ver a través del parabrisas aquella forma natural con que el carro del futuro devoraba los caminos.
Llegamos a mi escuela a la hora en que todos salían gritando con sus libros a la espalda. Nadie se fijó en mí, ni le importó preguntarme. Matilda seguía allí junto a la cerca, con sus ojos mirando hacia la nada. La tomé en mis brazos, como un hijo que uno recupera, y prometí que nunca más iba a dormir en la calle.
Ni mi madre ni mi padre se mostraron sorprendidos, como si hubiera partido de la casa esa mañana. Yo pensé que el recorrido había sido por llegar tarde al colegio o por no haber hecho la tarea, y me senté a la mesa a corregir la deficiencia; pero el viejo, que siempre tuvo un carácter reflexivo, cerró mi libreta, y me dijo, mirándome a los ojos: hijo, esa guagua no existió, prométeme que nunca dirás nada de la Guagua.
Hasta hoy he cumplido mi promesa. El resto de mi vida no ha sido más que obedecer, primero a mis padres, a doña Ofelia, luego al director, a los gerentes, a la autoridad, los funcionarios, las leyes y disposiciones, los consejeros, los sacerdotes, los médicos, en un mundo regido por la obediencia y la lealtad.
Pero ahora que ha llegado al fin la transparencia y no existe la obligación de obedecer; ahora que uno puede ser lo que uno es y preguntar cualquier pregunta; ahora, que es casi obligatorio el derecho a preguntar, y que a mi edad ya no importa para nada quedarse sin futuro, quisiera, si algún niño de aquellos de la Guagua lee este aviso, un poco largo por cierto, se tome el favor de escribirle a Samuel R. al apartado postal 2050. Nunca pude comprender por qué el chofer y aquellos militares parecían tan sinceros.
2 comments:
Sindo, como siempre te digo, narras con la naturalidad del que solo habla, pero la punteria del que solo dice las palabras correctas. No he visto la guagua pero paso el aviso. Algo me hace sospechar que vivir una vida de obediencia es precisamente lo que nos aleja de la guagua. Quien sabe. Por lo pronto...excelente relato! Un abrazo
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