EL CUERPO DE APOLINAR MACÍAS
Por Gumersindo Pacheco
El cuerpo de Apolinar y Apolinar habían mantenido una relación sólida o lo que podría considerarse una relación bastante estable. No significa que todo fuera color de rosa, siempre hubo sus desavenencias, sus desacuerdos y disgustos, como suele ocurrir entre cualquier cuerpo y el sujeto que lo habita.
El mismo día que ambos cumplían 53 años, Apolinar tuvo una discusión con su Jefe Raimundo Caballero, en la oficina de atención al ciudadano. Llevaba dieciocho años de intachable trayectoria para que viniera un tipo, de esos que ponían allí cada dos o tres años, a hablarle en ese tono de arrogante superioridad. Apolinar presentó su renuncia, y se marchó dándole un tirón a la puerta. Al llegar a su departamento, su esposa Evangelina no lo podía creer, nadie abandonaba su empleo así como así, por un simple desacuerdo, de qué iban a vivir en lo adelante, ¿acaso no había pensado en ella cuando se dejó llevar por sus desaforados impulsos?
Apolinar se enredó en una discusión con su esposa, llamándola ordinaria y soez, y falta de sensibilidad, y tantos reproches, incluyendo al hijo que nunca pudo darle, que cuando ésta terminó por empacar sus cosas e irse con su hermana a la vieja casa paterna, el confundido Apolinar estimó oportuno tomarse unas pequeñas vacaciones.
El sábado por la noche ya se sentía relajado, como si volviera a respirar aquella libertad de soltero que parecía tan lejana. Se vistió alegremente, dio una vuelta por los cines, por el teatro, y luego se metió en un bar, recuerdo de sus tiempos de juventud. Se sentó a la barra y al poco rato estaba rodeado de nuevos partidarios, divorciados como él, que buscaban un espacio y una segunda oportunidad, y no dejaron de faltar los brindis solidarios y las palmadas en el hombro como el anticipo de una nueva alianza.
Apolinar llegó a su departamento en plena madrugada. Abrió la puerta y lo esperó un silencio, que en lugar de paz transmitía abandono. Sí, las tres de la mañana, y qué, estaba en el bar con los amigos, ¿algún problema?, dijo; pero nadie se inmutó. Allí no estaba Evangelina con las manos en la cintura y la mirada cargada de reproches. Fue al refrigerador y extrajo una botella de Matusalén, que le había regalado ella la víspera del cumpleaños a las doce en punto de la noche. Tomó un vaso de cristal, se metió en su cuarto, y contempló su cuerpo ajado al otro lado del espejo. Sí, ¿y qué? ¿qué diablos me miras tú también?, le dijo desafiante. El cuerpo no le respondió, pero casi inmediatamente empezó a recriminarlo, no sólo por haber abandonado su trabajo, sus obligaciones, y su propia mujer, sino por el desinterés aquel que mostraba por la vida, parece que no te importa nada en el mundo. Apolinar no lo podía creer, quién diablos era él para meterse en su vida, acaso su mujer no debió mostrarle la mayor comprensión y solidaridad, precisamente en una fecha tan especial, acaso en los dieciséis años de matrimonio no la había apoyado siempre en las buenas y en las malas. No te hagas la víctima, que tan mujer es tuya como mía, replicó el cuerpo, y yo tampoco he dejado de complacerla en sus deseos y caprichos. Estás reconociendo entonces que ella es caprichosa. Tener algún capricho no significa ser caprichoso. Bah, qué sabrás tú de esas cosas, respondió Apolinar, no tienes ni siquiera voluntad, y se sirvió un trago de la botella. Sin embargo el cuerpo lo detuvo en el acto. No quiero beber, y echó la mano hacia atrás. Pero yo sí. Pero yo no. ¿Por qué no? Porque no me da la gana, y si sigues jodiendo te vas a quedar solo, ¿Quién rayos te crees, so estúpido?, no eres más que una masa incapaz. Aquí empezaron a caer en el tema filosófico: Seré una masa incapaz, pero existo antes que tú. Mientes, yo siempre estuve aquí, dentro de tu jodida naturaleza, quién si no yo, ordenaba tus movimientos, tus avances, tus lentísimos progresos. Esa orden venía del cerebro, y el cerebro es parte mía, del cuerpo. El cerebro sí, pero la idea que soy yo, estaba primero que tu estúpido cerebro. Cállate. Cállate tú, dijo el cuerpo y le dio la espalda. No podrás vivir sin mí, careces de inteligencia, de voluntad, de fuero interno. Si eso fuera cierto no podría rebatir como lo hago ahora; los cuerpos también somos capaces.
De esa manera, Apolinar y su cuerpo, dejaron de convivir en el mismo sitio que ambos ocupaban. Lo primero que sintió el cuerpo fue una paz interior, el fin de una tiranía como en sus tiempos iniciales cuando Apolinar apenas asomaba su retorcida presencia. Se tomó el trago y el resto de la botella, sin la más leve inquietud.
Seguidamente se vistió y fue a pedirle disculpas a Evangelina. Sin embargo, ella, como es natural, aún estaba enojada, Aléjate de mí, Polo, no quiero verte. Calma, mujer, no me hables de Polo, soy el cuerpo, lo abandoné por soberbio y arrogante. Estás borracho, dijo y le tiró la puerta en la cara. Sí, mi amor, balbuceó el cuerpo, porque como realmente carecía de espíritu de lucha, de fuego interior para defender sus puntos de vista, se marchó con el rabo entre las piernas.
Se dio cuenta que no lo movía ninguna idea suprema, ni lograría elaborar grandes soliloquios; sin embargo, de modo muy elemental, no podía decirse tampoco que no fuera capaz de originar ideas, y pensó que si recuperaba su empleo, Evangelina volvería a sus brazos. Ahora estaba sumamente desamparado y sentía por su esposa, una necesidad carnal casi imperiosa.
Así que al día siguiente se apareció en la Oficina de Atención a las Quejas de la Ciudadanía. Estaba dispuesto a disculparse con su jefe, a realizar su trabajo como lo había hecho siempre, quiero ver al supervisor Raimundo Caballero, le dijo a una joven desconocida que atendía la puerta. El supervisor, que pareció escucharlo de la oficina contigua, lo hizo entrar con un discreto ademán. Verá usted, Raimundo, estoy muy avergonzado con todo lo ocurrido; realmente no tuve en cuenta lo generoso que ha sido conmigo durante todo este tiempo, y me dirijo a usted…, el cuerpo de Apolinar hablaba así, como si estuviera escribiendo una carta; pero no pudo terminar la frase. Lo siento, Apolinar, la señorita Leonor está ocupando su puesto. No soy Apolinar; aunque parezca extraño, mi querido Raimundo, me he quedado solo, es decir, no más soy el cuerpo, necesito mucha solidaridad y comprensión del resto de… Vamos, vamos, Apolinar, no estamos aquí para perder el tiempo, y le señaló la puerta de la calle. Con permiso, musitó el cuerpo, todavía agradecido, porque a fin de cuentas su jefe había sido capaz de atenderlo.
Esa tarde se presentó en el Ministerio del Trabajo. Tenían una plaza de sepulturero, y otra en la oficina de correos. El cuerpo de Apolinar sintió un escalofrío de imaginarse abriendo huecos, enterrando cuerpos sin alma como el suyo, era como enterrar sus propios compañeros, como enterrarse a sí mismo. ¿En qué consiste la del correo? Mensajero Temporal, pero no se descansa los fines de semana. ¿No tiene algo diferente? Bueno, el Contrapunteo Cubano del Tabaco, un plan territorial que no paga mucho, pero considerado esencial para el desarrollo del país, aparte de que a todo el mundo le hace mucho bien el ejercicio del cuerpo, salud en cuerpo y alma, compañero. El cuerpo de Apolinar estuvo a punto de confesarle que no tenía alma, pero calculó que si la salud del cuerpo era capaz de ayudar al alma, él, que era cuerpo único, le sacaría más provecho. ¿Cuándo hay que empezar?, preguntó entusiasmado. Llene esta planilla y esté mañana a las seis frente al teatro. De allí salen los camiones.
El primer día no le fue tan mal. Hacía tiempo que necesitaba aquel baño de sol, de naturaleza abierta y relajante. A partir del segundo, sin embargo, casi no podía colocar las posturas en el surco, le dolía la espalda, el abdomen, y los músculos posteriores de las piernas. Estuvo así todo el resto de la semana, maldiciendo a los indios por patentizar semejante planta maldita.
El sábado descansó la mañana, luego se dio un poco de masaje con manteca de corojo, se bañó y salió a recorrer la ciudad. Extrañaba a su mujer, pero le pareció estúpido ir hasta su casa así, sin argumentos, lo cual achacó a eso de ser un cuerpo solo.
El lunes amaneció en el Ministerio del Trabajo. ¿Todavía existía el empleo de mensajero? El funcionario no lo reconoció a primera vista, pero la pregunta, por sí misma, indicaba que había estado allí antes. Es muy grave abandonar el Contrapunteo, se considera poco menos que desacato. Ya sé, pero no se trata de eso, estimado compañero, simplemente sería más útil en el correo; estaría comunicando a la gente, uniendo personas de todas partes, llevando saludos, felicitaciones, novedades familiares, dijo, y se quedó asombrado de la forma en que había elaborado su discurso, lo cual le confirmó que un cuerpo, por muy único que fuera, podía superarse.
Al día siguiente salió del correo municipal con un morral de cartas colgado de una bicicleta de fabricación china. Nunca había conducido semejante aparato; pero como todo lo hallaba razonablemente posible, se fue caminando junto al vehículo, pensando que eso de aprender era cuestión de un par de horas. Cada vez que asomaba a una pendiente, se subía a la bicicleta, con el silbato en la boca y la gorra de medio ganchete, y se dejaba caer como alma que se lleva el diablo. Terminaba de bruces sobre el pavimento, bajo el asombro de los adultos y la risa de los niños. Se raspó el codo izquierdo, las dos rodillas, los carpos y los metacarpos y el tobillo derecho por el que manaba un hilillo de sangre. En la tarde le cayó un aguacero, y concluyó su reparto bien entrada la noche; pero lo más deprimente era verlo, a esa altura de la vida, aferrado del manubrio, tratando de conseguir el equilibrio.
Sin embargo era un cuerpo tenaz y todo fue asunto de adaptarse. Poco a poco iba logrando la armonía en las bajadas, en los tramos rectos y en las curvas menos pronunciadas, y se lamentaba por no haber disfrutado a su tiempo tan fascinante vaivén. Se sentía como un ave, sujeta entre las alas del viento.
El jueves por la tarde, cuando salía con su último reparto, vio una carta para Evangelina Herrera, su esposa, dirigida allá donde vivía con su hermana. La remitía un tal Gonzalo Capestane, desde el vecino Palmarito. En su vida había oído hablar de él, y he aquí que apenas unos días fuera de su casa y ya su esposa empezaba a recibir correspondencia de un extraño. El cuerpo no pudo evitar un ligero escalofrío, qué falta le hacía en ese momento el espíritu calculador de Apolinar; pero no se dio a sacar conclusiones ni a preparar estrategias. Conocía bien la casa, de modo que terminado el reparto llegó hasta el portal de celosías para dejar la misiva y esfumarse, pero en ese momento la puerta se abrió y apareció Evangelina en el umbral, elegantemente ataviada, con un aura de fragancia que inmediatamente los envolvió a los dos. Hola, dijo el cuerpo de Apolinar, un poco turbado. Ella pareció reparar en su rara indumentaria. ¿Trabajas en el correo? Así es, y le entregó la misiva. Evangelina leyó el remitente, Oh, de Gonzalo, suspiró melancólica, con un brillo picaresco en la mirada. El cuerpo de Apolinar por poco se traga el silbato. ¿Quién es?, preguntó tímidamente. Evangelina volvió a la realidad y frunció el entrecejo. Perdona, se excusó él, y con la misma subió a su bicicleta desesperado por salir de aquel embrollo; pero he aquí que su destreza, como ya se dijo, no era para nada aceptable. Se bamboleó a ambos lados, una, dos, tres veces, y cayó golpeándose contra el contén de la acera.
Cuando despertó tenía un totomoyo del tamaño de un limón a un costado de la sien derecha. ¿Te duele mucho?, le preguntó Evangelina, que le aplicaba un pedazo de hielo envuelto en una toalla. Sólo un poco, parece que perdí el equilibrio. No lo perdiste, Polo, le aclaró ella, tú nunca lo has tenido.
El cuerpo de Apolinar se marchó apesadumbrado. Por el camino compró una botella de ron casero y cuando llegó al departamento, sacó un taburete hacia el balcón y se puso a beber contemplando la noche. Un sinnúmero de estrellas brillaban en el firmamento, ausentes y lejanas. Comprendió que su mujer ya no lo quería, que no le importaba un miserable comino y se sintió el cuerpo más desdichado del mundo. ¡Qué poca cosa era un cuerpo para enfrentar los desafíos de la vida! Cuánto hubiera dado porque Evangelina abriera la puerta de la cocina y lo insultara por estar bebiendo, emborrachándose un día entre semana sin que hubiera una ocasión especial ni nada por el estilo, eh, Polo, Apolinar Macías, ¿me estás oyendo…?; pero allí no había nadie que le reprochara nada. Era un cuerpo solo, y ya se sabe lo que eso significa. Empezó a tararear un viejo bolero, que hablaba de mujeres ingratas que habían pagado mal a sus hombres, arrojándolos al pantano de la desesperación y, cuando vino a darse cuenta, sintió como que alguien lo observaba. Miró hacia atrás, pero no vio nada, luego a los lados, arriba, hasta escuchar una voz inconfundible. Qué tal, ¿qué dice ese cuerpo? Era Apolinar. Vaya, regresaste, ¿quieres un trago?, invitó el cuerpo, que no salía de su asombro. No puedo, soy un espíritu. Cómo puedes hablar así, sin cuerpo. Trucos que uno aprende, tanta gente que escucha voces, de dónde crees que salen; pero ése es otro cuento, lo cierto es que no puedo saborear un trago, tendría que entrar en ti nuevamente. El cuerpo no tuvo capacidad de discutir. Asintió con un movimiento de cabeza, y Apolinar volvió a instalarse en su sitio de toda la vida. Este ron está horrible, dijo apenas sintió la ardentía. Es lo que hay, le respondió el cuerpo. ¿No tienes dinero?, ¿por qué no vamos a un bar? ¿A un bar? Claro, tengo ganas de ver la calle, los lugares, la forma de las cosas.
Poco rato después entraban al bar del hotel Miraflores, un reducto discreto, donde en otros tiempos había flores que mirar, y venían de vez en cuando a emborracharse.
Apolinar y el cuerpo se sentaron a una mesa, y el cantinero les sirvió medio vaso de ron de producción nacional. Levantaron el recipiente único y brindaron. Bueno, y qué tal, cómo te ha ido sin mí, preguntó Apolinar, no debiste tener muchos conflictos. El cuerpo se pasó la lengua por los labios. No muchos, la verdad, aunque a veces es mejor tener conflictos, hace tanto tiempo que no me pasa nada. ¿Y Eva?, preguntó Apolinar. No sé, ayer fui a llevarle una carta, por cierto, ¿tú te acuerdas de un tal Gonzalo? ¿Capestane?, preguntó Apolinar. Ése mismo, Gonzalo Capestane. Apolinar no podía creerlo. No me digas que apareció por aquí, era el novio de Eva cuando nos conocimos. ¿no te acuerdas aquella vez que nos peleamos con ella, y el cabrón se la llevó a vivir con él?, qué mala memoria tienes. Sabes bien que la memoria no es mi fuerte, se disculpó el cuerpo; pero Apolinar seguía intrigado. ¿Qué pasó con Capestane? No sé, seguramente se enteró de que nos separamos y le hizo una carta. ¿Y qué decía la carta? Cómo voy a saberlo. ¿No la abriste?, ¿no fuiste capaz de interceptarla? Claro que no, soy un empleado de correos. El cantinero les trajo otro vaso de ron y ambos se mantuvieron durante un rato en silencio. Bueno, ¿y tú?, dijo el cuerpo, cuéntame algo, cómo es la vida esa de andar sin cuerpo por ahí. Apolinar esperó que el siguiente trago hiciera su entrada para olvidarse del fantasma de Capestane. No tengo sentidos propiamente dichos, pero muchas sensaciones, de paz, de preocupación, de sosiego, en dependencia del país. ¿Qué quieres decir? Que como carezco de cuerpo puedo viajar donde quiera en fracciones de segundo, llegar a cualquier sitio, disfrutarlo, por ejemplo me encantan las sensaciones de los puertos, el fragor de las pescaderías. ¡No me digas! Así es, por eso mismo sé que me has extrañado, así que no trates de engañarme.
Dos tragos después habían logrado la reconciliación, que como bien dice la gente son muy dulces, y terminaron borrachos y abrazados como hermanos siameses.
A la semana siguiente el cuerpo y Apolinar recuperaron su empleo mediante una carta de reclamación que enviaron al organismo superior, y quince días más tarde lograron traer a Evangelina de regreso. Ambos sentían compasión hacia ella luego de haber vivido la increíble aventura de su separación. No era lo mismo ellos dos que una pobre mujer, única e indivisible. Sin embargo, algo había pasado con ella. Su esposa se había transformado en un ser esquivo, frío, inabarcable como una planicie infinita. Qué te ocurre, mujer, solían preguntarle, pero ella apenas los escuchaba. El fin de semana se fueron los tres a celebrar el reencuentro, y luego de varios Mojitos en el hotel Primavera, Apolinar y su cuerpo le preguntaron por Gonzalo. ¿Qué Gonzalo? Capestane, vieja, cuál Gonzalo va a ser. Ah, el pobre, dijo ella embelezada. ¿Pobre por qué? Porque se quedó…, se quedó clavado en el tiempo, pero sigue siendo igual de cariñoso y de atrevido. No me digas que vino a verte, que salieron, que te acostaste con él, preguntó Apolinar, adelantándose a su cuerpo. No, Polo, Evangelina suspiró largamente, son tantas las mujeres que una tiene dentro, se llevó la copa a los labios, debía deshacerme de unas cuantas, incluso de la boba esta que siempre anda contigo.