A inicios del llamado Período Especial, publicó la colección de relatos Una tarde en el río, que fue el primer libro que salió a la luz por la Editorial Capiro, de Santa Clara. Dejó un manojo de cuentos sin libro, y una novela inédita: De la soledad y el polvo. Su obra no fue extensa, tampoco Rafael era un escritor prolífico, escribía sólo cuando sentía necesidad de hacerlo, cuando un tema lo tomaba por asalto. Pero, aunque no parecía sentir interés por su labor creadora, leía y revisaba los trabajos de los amigos y de los jóvenes autores. A cada rato me presentaba un texto de algún iniciado, que descubría no sé dónde y al cual asesoraba con sumo placer. Su profesión de maestro, que ejerció durante algún tiempo, allá en su juventud, era lo que disfrutaba con mayor satisfacción. Eso, y recordar. Su muerte el pasado 28 de diciembre sumió a sus familiares y a sus amigos en una honda tristeza. Los que vivimos junto a él sus últimos años, le vamos a echar de menos. Yo prefiero recordarlo hablando de su natal Santa Clara, de sus personajes, sus sitios, sus mercados, su ayer que transcurrió en aquellas calles de su memoria. Cuando hablaba de su ciudad, su carácter, últimamente lastimado por los efectos de su enfermedad, sufría una transformación, y la mirada se le llenaba de luz. No en balde, pidió a su esposa Raquel, que sus restos fueran llevados hasta allá. Descanse en paz Rafael Altuna Delgado.
Sindo Pacheco
AHORA O NUNCA
Por Rafael Altuna
La pareja entró al bar y se fue a instalar al fondo del mostrador. Todo estaba en semipenumbras, y la música que provenía de las bocinas empotradas al techo, era apenas un hilo entre el murmullo de voces y el zumbido de la consola de aire. Una línea de pequeñas lámparas, a lo largo de la barra, era toda la iluminación. Al otro extremo quedaban las mesas, y algo más retirados, junto a las cortinas, estaban los baños, con los rótulos en rojo sobre el dintel. Además de ellos había otras tres parejas sentadas a la barra, y un par de hombres, separados por una banqueta, bebían en silencio.
—¿Qué van a tomar? —preguntó el viejo del otro lado del mostrador.
—¿Qué quieres?
La muchacha miró la fila de botellas sobre el frigidaire niquelado. En realidad no quería nada.
—Algo que sea suave —dijo.
El hombre se volvió al dependiente.
—Dice que quiere algo suave.
El viejo dejó a un lado el paño con el cual había estado frotando el mostrador y se ajustó el nudo de la corbata.
—¿Un daiquirí?
La muchacha se encogió de hombros y entonces el hombre solicitó al dependiente:
—Traiga dos —dijo.
En cuanto el viejo se retiró la muchacha se volvió a él:
—¿Qué piensas hacer?
El hombre extrajo un cigarro y lo encendió. Una nube rosada de humo lo envolvió de golpe, luego la nube ascendió lenta hasta alcanzar el globo de luz sobre su cabeza y desapareció en la oscuridad del techo.
La muchacha hizo descansar los codos sobre la madera limpia y pulida del mostrador y miro al anaquel donde estaban las copas. Ahora de perfil, contra la pared empapelada y la luz que penetraba desde lo alto parecía algo irreal.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—No soy yo quien tiene que tomar una decisión.
La muchacha se enderezó en la banqueta; el pelo, bajo la luz rosada parecía un brasero a punto de extinguirse, y el vestido verde de tirantes había tomado un color indefinido. Tenía hombros bien formados y era de senos pequeños y puntiagudos. El hombre la recordó desnuda frente al espejo en la habitación del motel tres días atrás, y por primera vez sintió miedo.
En aquel momento regresó el dependiente con el pedido. Escribió algo en un talón de notas, arrancó la hoja y la metió bajo el mostrador.
—No fuiste sincero desde un principio —dijo ella en cuanto el dependiente se hubo retirado.
—Mi hijo está de por medio.
—No fuiste lo suficientemente sincero.
—¿Tú qué hubieras hecho?
—No sé. Es muy probable que lo mismo, pero de otra manera.
El hombre trató de alcanzarle una mano por encima del mostrador, pero ella se lo impidió.
—Dame un par de semanas —dijo—. Si no encuentro solución, podrás hacer lo que quieras. Confía en mí.
—No puedo.
—Haz un esfuerzo.
—Ni un día más. Ahora o nunca.
El hombre apagó el cigarro en el cenicero y quedó en silencio mientras las notas de un Yesterday lánguido salía de las bocinas, la melodía se alzaba y descendía para después casi perderse en el gorgojeo del agua entre las manos del empleado que, absorto, lavaba los vasos de pie ante el fregadero.
Él estaba seguro que tarde o temprano aquello tendría que ocurrir, desde el primer momento lo supo, pero siempre le pareció lejano, siempre había encontrado una forma para cambiarlo de sitio, para encubrirlo y restarle importancia. Sin embargo, ahora se sentía impotente, vacío.
Echó a un lado el pitillo y bebió directamente del borde.
La muchacha tenía la mirada en el espejo, pero sólo alcanzaba a distinguirle un pedazo del rostro entre las botellas.
El hombre encendió otro cigarro.
—¿Para esto me hiciste venir?
La muchacha apartó la mirada del espejo.
—Era todo cuanto quería decirte.
Inició un ademán para levantarse, pero él la retuvo colocándole una mano encima del hombro.
La muchacha se acomodó nuevamente. Estaba tan hermosa que el hombre otra vez tuvo miedo, un miedo real, autentico, casi palpable.
—Hay cosas en la vida…
—¿Qué día vienen? —lo interrumpió ella.
—Al menos déjame hablar.
—No quiero.
Ella sabía que tampoco podría escucharlo. Se puso de pie.
—¿Cuándo? —insistió la muchacha.
—El miércoles, en el vuelo de la tarde —dijo él, y de repente se sintió desnudo.
Luego hizo girar la banqueta y quedó casi frente a ella. Ahora de pie le pareció todavía más hermosa. Por un momento tuvo deseos de abrazarla, de pedirle que se quedara para toda la vida.
—¿Podríamos hablar mañana?
La voz le sonó blanda, inconvincente, ajena.
—Mañana será igual que hoy.
— Dame al menos una semana.
—No quiero.
—¿Por qué?
La muchacha lo miró fijamente.
—Tú tienes dónde escoger, yo ni siquiera tengo esa opción; ojalá y la tuviera, al menos, cuando salga ahora a esa calle, podría llevarme conmigo lo que realmente quiero.
El hombre la retuvo todavía un instante.
—¿Quieres que te acompañe?
—No.
—¿Qué otra cosa puedo hacer por ti?
La muchacha lo miró por última vez. Tenía el rostro contrariado y estaba a punto de llorar:
—¡Irte al carajo! —dijo, y dándole la espalda salió del bar.
El hombre permaneció un momento observando la puerta. Después levantó la mano y le hizo una señal al viejo para que se acercara.
—¿Otro daiquirí?
—No —dijo él.
—¿La cuenta entonces?
El hombre miró la banqueta vacía. Luego rodó la vista hasta el mostrador.
—Tráigame un Bacaray doble en estría —dijo.
—¿Carta blanca o añejo?
—Cualquiera.
Y se quedó con la vista fija en el círculo rosado que proyectaba la luz en el fondo de la copa vacía.