Por Adalberto Guerra
Cuando el galeno llegó con su indumentaria médica, varios sacos con huesos y un esqueleto de camello en un cajón, la gente empezó a mirarlo como una maldición porque antes de su llegada no había enfermado o muerto nadie en Santa Ana de Viajacas, en cambio, el galeno había visto a tanta gente morir que hablaba de la muerte como la misma naturaleza con que hablaba de sus viajes de caza, y para ilustrarlo extrajo de un saco un esqueleto y lo colocó sobre una especie de percha suspendida en el aire y tomando al muerto por los dedos de la mano, lo zarandeaba como para que encajaran los huesos que andaban en desorden, y decía –en caso de picadura, se debe- y daba una larga disertación sobre las picadas de víboras en el área genital, al tiempo que hacía con una maruga de niño el sonido de una serpiente cascabel y daba recomendaciones de no orinar sobre los huecos de las piedras y proseguía, -la amputación debe de hacerse-, y los presentes se llevaban ambas manos a las entrepiernas y aguantaban la respiración, y así saltando iba de una enfermedad a otra hasta llegar a la muerte, por lo que empezaron a pensar por primera vez profundamente en la muerte y en la víboras, en una isla sin víboras.
Aunque el médico parecía estar de paso, desclavó ante los ojos impávidos de los residentes de Santa Ana de Viajacas el enorme cajón donde guardaba la osamenta del camello y empezó a armarlo como a un rompecabezas sobre un pedestal de madera y daba la explicación completa sobre el hallazgo del rumiante sin detenerse en su labor mecánica de ir peinando la curtida piel y hablando y golpeado con el pie a manera de realinear los casco para darle una expresión de movimiento detenido en el aire y hablando sobre los viajes de caza y la travesía por el desierto y el negro que metió la mano en el vientre del puma y extrajo la espina de un pez, y así, muchas historias, con soltura tal, que la gente decía, -cuéntanos otra vez, esa, la del hombre que vivía con hienas-, y hacía una pausa como buscando la anécdota en un libro inmenso y ahí comenzaba su larga disertación sobre lo que había visto -con estos ojos-como refería para darle halo de veracidad a lo dicho.
El único médico que había en Santa Ana de Viajacas que llegó antes de los vendedores de cepillos de lavar y antes que los últimos predicadores, que parecía más un vendedor de cepillos o un predicador, que un médico, porque se la pasaba hablando de la osamenta de camello y aseguraba haberla arrastrado tres días por el desierto en uno de sus viajes de caza, no sé de donde porque no hay desiertos en la isla, ni camellos, el caso es que muchos aseveraban que era una osamenta de asno por el diminuto cuello, ausencia total de joroba y la largura extraordinaria del falo; pero el médico del pueblo era el médico del pueblo, un hombre de muchas palabras que se empeñaba en hacer una vasta explicación hasta sobre las mutaciones de los parásitos intestinales, y para ilústralo echaba un escupitajo de tabaco sobre una piedra y dibujaba la cavidad anal y daba la explicación completa sobre las migraciones de los oxiuros en las horas de la noche. Hablaba con un tono de sabio insuperable por lo que la gente aprendió a asentir con la cabeza cuando hablaba del dromedario o de cualquier cosa con tal de no dar la impresión de desconcierto porque entonces venía la larga narración, reforzada siempre por las simulaciones sonoras que emitía en imitación del aullido de un perro o el ruido que hace un mulo al caer por un barranco, y para concluir; una pausa larga y la mirada inquisitiva como en espera de un movimiento de cabeza que le aseguraba que estabas entendiendo, de lo contrario volvía al inicio del asusto.
Como la gente asentía con la cabeza sin reparar mucho en sus palabras, la historia de una liebre, podía deslizarse entre las muchas historias como una liebre más, una historia más.
El médico había importado liebres que criaba para experimentos en su búsqueda de una inoculación contra la somnolencia, porque aunque tenía la apariencia de estar alerta, se dormía durante las conversaciones y cabeceaba y hacía intervalos largos que eran percibidos por pausas, que no era más que una pérdida senil del hilo conversacional por lo que volvía al inicio de la conversación sin pretenderlo, abriendo y cerrando los ojos de pronto y golpeando al interlocutor en el hombro como despertándose así mismo del letargo.
Con el tiempo, abandonó la inútil tarea de buscar un remedio contra la somnolencia porque los animalillos de alguna extraña forma se cruzaron con conejos de la isla y habitaban en todas partes, y en vez de traer la cura esperada, produjeron todo tipo de desorden y copulaban y dormían en su propia cama con sueños tan profundos que le era imposible removerlas porque cuando empujaba una hacia el piso, rodaba otra del armario y tomaba el lugar de la anterior y así sucesivamente, por lo que tenía que dormir en posición eréctil, al no haber en la casa un solo sitio donde no hubiera un bulto peludo dormitando.
Para su agravio, de día se soleaban todas sobre la osamenta del camello que parecía de lejos un muñeco de nieve en cuatro patas, y se orinaban sobre los cántaros de agua y sobre las tendederas de ropa y defecaban sobre la leche hirviendo, con descaro tal, que todo se tornó amarillo y con un irresistible olor a liebre, más bien a conejo macho, mal olor por el que podía anticiparse su llegada.
Lo que pudo haber sido la cura, llegó a ser una epidemia que escoltaría al galeno por muchos años, al grado que llegó a tener conversaciones con ellas cuando dormitaba en público y estiraba ambas manos como tratando de separar los conejos de las liebres, tratando de estrangularlas y escupía con asco como si sorbiera la leche acida. Adquirió la manía de olerse constantemente la ropa y mirarse la suela de los zapatos buscando residuos de excreción, tan grande era su sensación de asedio que llegó finalmente a amar la somnolencia porque era el único intervalo mental de soledad, y aunque usualmente lo despertaba el sobresalto de ser perseguido por gigantescos lepus, un segundo podía ser una tregua, una migración placida donde volvía a los años de su juventud, siempre a la misma taberna con dos enanas bailando sobre rosas.