Lilliam Moro
Todos los seres humanos estamos expuestos en algún momento de nuestra vida, en mayor o menor medida, al síndrome de la ausencia del sentido del ridículo. Todo depende de si nuestro ego está acostumbrado a comportarse humildemente, sin afán de sobresalir, o si es un ego desmesurado, como le ocurre a algunos personajillos que solo tienen ego a falta de valores intrínsecos.
Este fenómeno se hace más evidente entre los dictadores que en el mundo han sido, quizás porque el poder los ciega de tal manera que pierden los límites. Juegan a ser un dios, y lo peor es que se lo creen. Estos individuos, causantes de las mayores catástrofes políticas y sociales, tienen siempre un gesto que los delata: no hay más que recordar imágenes de los discursos de Hitler, Mussolini y toda esa caterva de seres, y más recientemente a Fidel Castro moviendo las manos y los dedos desde la tribuna mientras declamaba encendidos discursos.
Pero el caso del difunto Hugo Chávez es para encabezar una antología: su ausencia total de sentido del ridículo se expresaba de diferentes maneras, desde su camisa roja o la que imitaba la bandera de Venezuela, hasta entonar la ranchera esa de "yo sigo siendo el rey". Su carencia tuvo además el añadido de la vulgaridad, una variante novedosa con sello personal.
Y para ser coherente hasta el final de los finales, ahora se presentará en público pero embalsamado: tieso, inerte, con un forzado rictus post mortem. Desde luego, ha roto los moldes hasta ahora conocidos. Es su mayor triunfo después de muerto el continuar siendo el paradigma de la ausencia del sentido del ridículo.