Busco dentro de mí el dolor anestesiado. Lo despierto con palabras obscenas. Por momentos parece que ya se ha ido. Por momentos parezco un hombre feliz. Y me celebro. Y digo, al fin, ya no escribo, ya no hay dolor y fluyo por la vida, tan digno de aplausos. Pero todo es una farsa, un absurdo baile de figuras de cera. Amigos, ahora quisiera escuchar sus voces. La de Frank quizás no se haya enfriado en España. Hace tanto frío allá. Vicente pensará que soy un mal amigo. La última vez que lo vi, su mujer, embarazada, me dijo: “No, Ernesto, tú no regresas más a vernos.” Le respondí: “No, yo regreso.” No he regresado. Mal amigo, pensará Vicente, y con razón. Mal amigo, pero aún amigo, con derecho a recordarlos. Ahora conjuro sus voces, amargas, felices, burlonas, condescendientes, alcoholizadas, imprescindibles. Conjuro sus voces y los abrazo como si hubieran regresado de un largo viaje y yo les pidiera que me hablaran un poco del mundo.
Ernesto G.
La Habana, 7 de marzo de 1995