“Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le  dolía tanto… La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero  de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir,  aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a  la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de  lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para  decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta  haber inventado historias y tener otras para escribir.
Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a  la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es  otra manera de recorrerla intensamente.
Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir  sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos  que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor  (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que  esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida,  se deba al clamor de personas abandonadas.
Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra -al menos para mí - son los libros.
Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador -boxeador me gustaba  más, porque me parecía más contundente- o campeón mundial de tenis o de  salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me  conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer  que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que  todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima  que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor  que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté  escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos  policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una  historia que se llamaba “Vanidad”. Después de eso descubrí la  literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde  los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda  la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana,  la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la  italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores  persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen  todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo  tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a  mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo  tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les  daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de  escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La  verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me  gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la  literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de  su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para  entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una  persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque  escribía un libro y todos mis amigos -y después Jorge Luis Borges- me  miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: “¿Qué le  digo yo a éste?” Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.
No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé  que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi  dolor.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también  en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un  monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en  un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros  publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas  inconclusas.
Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando  concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía  haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo  leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado…  Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr,  llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi  padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la  atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron  capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de  algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos  que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún  no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían  errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se  llama “El ídolo”, se me soltó la mano.
Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea.  Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo  a lo largo de la vida.
Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir  profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de  un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno  de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una  oportunidad “Sólo un badulaque escribe por placer”. Él escribía por  necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.
En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una  biografía para su colección de biografías o una novela para su colección  de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del  encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy  a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al  escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el  trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones,  como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las  óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía “Don Juan”, su editor, que  no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico.  “Odio hacer deberes”, replicó Byron, y rechazó la propuesta.
Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de  hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción  después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la  vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una  prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en  definitiva, se impone.
Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo  mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta.  Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite  descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está  despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si  escribo mucho”.
 

 
2 comments:
Interesante, bueno de leer, gracias M.
Eso me pareció, Tere. :)
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