Desde Suiza, El Beno, quien amablemente ha accedido a colaborar con este blog.
Tres importantes filósofos alemanes, que vivieron en un momento de sus vidas en un mismo espacio-tiempo crítico, muestran actitudes diversas ahí donde es necesario definirse como ser humano. ¿El espacio-tiempo? La Alemania de 1933-1945. ¿Los personajes? Husserl, Heidegger y Jaspers.
El gran y oscuro Husserl, fue expulsado de la universidad de Fribourg-en-Brisgau por ser judío (las leyes raciales de Nuremberg). Hombre ya anciano (había nacido en 1859), decidió erigir una “muralla espiritual” entre él y el mundo y permaneció en Alemania. Murió (casi podemos decir, felizmente) en 1938. Apenas osamos imaginar lo que le habría sucedido si hubiera vivido más.
El aún más oscuro Heidegger, ario de buen tinte, era nombrado rector de la misma universidad mientras Husserl (quien había sido su casi mentor, y al que le había dedicado Ser y Tiempo) era echado como un vulgar trapo. No levantó el más mínimo dedo para ayudarlo (al menos que se sepa). Vivió en Alemania hasta el final, y aún después. Coqueteó con el nacional-socialismo. Tenía una corte de aduladores. Nunca le faltó el jamón. Pensaba que todo puede justificarse por el lenguaje.
Jaspers no era judío, pero su mujer sí, y nunca ocultó su oposición al nazismo. Por eso perdió cátedra y derecho a enseñar. También decidió quedarse en Alemania, corriendo riesgos, protegiendo a su esposa y comiéndose un cable. Jaspers tenía una enfermedad crónica muy rara y considerada mortal (le habían pronosticado que moriría antes de los 30 años) que lo obligaba a acostarse cada dos horas y a beber algo de leche para sobrevivir. Cuando los nazis fueron derrotados, le devolvieron su cátedra. El primer curso que impartió entonces tuvo por tema y título “El problema de la culpabilidad”. Nadie salió indemne del mismo. Más tarde Jaspers y su esposa partieron a Suiza. Allí enseñó hasta su muerte. Vivió viejo, hasta los 86 años. Parece que la integridad moral conserva.
(Hay quien objetará que la maldad también…Quizás, pero no de la misma manera).
Entre los que se fueron de Alemania encontramos al joven Klaus Mann, el hijo de Thomas. Mundano pero inteligente y sensible, fue uno de los primeros en advertir sobre los peligros y en denunciar los horrores del nacional-socialismo rampante. Quizás desencantado por la actitud complaciente que manifestaban (hasta 1939) las potencias europeas hacia Hitler y sus compinches, pensó que la salvación se hallaba al este (y no del Edén precisamente). Se inscribió en el ejército americano (también porque los marines lo estimulaban) y desembarcó con los aliados. Se suicidó en Cannes en 1949, a los 42 años. Algunos dicen que su suicidio data en realidad del momento en el que, como Aragón (Louis, no la orquesta) y tantos otros, le encendió velitas a Stalin, velitas tan luminosas que ocultaban la sangre. Koestler habló muy bien del pecado de muchos afiliados a la izquierda quienes, desde 1933, “quisieron ser antifascistas sin ser antitotalitarios”. Sería entonces uno de los suicidios colectivos - intelectuales – más grandes de la historia. Hubo otros después. Pero en el caso de Klaus Mann todo es más complicado: siempre fue un defensor de la democracia americana y nunca se adhirió al partido comunista. Quizás fueron sus contradicciones las que (amén de otros motivos de índole personal) lo condujeron al suicidio.
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