La magna disolución, el detenido presagio escrito
en la arena del reloj, el eco distante de una voz,
quizás la voz que bate y ensancha
los tímpanos que resurgen en la noche
como golondrinas seniles,
la ciudad una vez y otra vez destruida
volando entre estos recuerdos
y aquellas latentes añoranzas,
un rostro perdido que busca encontrar
otro rostro que ya no está pero que aún permanece,
las iluminadas manos palpitando de gozo
entre tanto polvo repartido,
una habitación de puertas que se abren sin cesar,
unos cuadros aniquilados por la desidia,
la azucarada luz que castiga y salva,
ahora ya todos música encerrada en una caja
que de tocarla se abre y sangra
como la herida que no se cura,
que no ha de curarse.
© Ernesto González, 2008